21 marzo 2018

Indiferencia


«Es deber de los fuertes oponerse a cualquiera que amenace al débil»

Crecí pensando en eso: los adultos debían de preocuparse de proteger al niño, o al menos eso se suponía. Sin embargo vi, cada vez con mayor terror, que esto no siempre se cumplía... más bien: casi nunca.

A mi modo de ver, los adultos se preocupaban por sus propios problemas, «no es mi asunto» repetían, «no me meteré en líos» proclamaban. Y así... yo (y otras) nos pasamos gritando hasta quedar roncas, pidiendo por ayuda que nunca llegó. Pidiendo, necesitando... maldiciendo a quienes antes rogamos.

Y sí, hay hombres buenos, que rechazan conductas y actividades que consideran inadecuadas, pero ¿qué sacan con eso? claro, su consciencia está limpia, sin embargo si ven un crimen y no lo evitan, si deciden ser ciegos y sordos ¿no se convierten en cómplices?

Hace más de diez años atrás, conversaba con Julia, ella me hablaba de mujeres que pedían dinero en la calle, con un niño (alquilado) en brazos, por dar pena, dopándolos o emborrachándolos para que no hicieran lío mientras que daban pena a quien lo viese, con el fin de conseguir más dinero. Ella decía «¡y nadie hace nada!», a lo que yo respondí «¿Y qué hiciste tú?».

Se me enseñó distinto, mis cicatrices hablan de ello. Mi abuelo solía preguntar qué hice, no le bastaba con que fuera una testigo muda, no, para él había que hacer algo, había que luchar, pelear, defender, gritar... según él decía, el problema de nuestra sociedad era que habíamos pasado de ser un grupo a formar colectivos cada vez más pequeños. Porque nadie duda en defender a su familia directa, pero ¿a un desconocido? ¿a un indefenso con el que no se compartan lazos afectivos? No, con ellos no... ellos pueden seguir gritando.

La primera vez que me disloqué la rodilla fue por un incidente con una abuela, tío Iván me trató de imbécil, de meterme en líos que no me correspondían. Yo dije: «si se tratara de su madre ¿no pediría a todos los dioses que alguien, cualquiera, la ayudara?».

A mí se me seguirá cayendo la cara de vergüenza si tengo que llegar a mi casa, ver a mi hija (a quien le doy ejemplo) o a mi abuela (de quien aprendí) y decirles que no hice... que, por fin, me convertí en una adulto cobarde.


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