17 diciembre 2017

Hospital


El ir a un hospital nunca me ha gustado, me ha tocado ver más de los que quería, tanto de paciente como de visita.

Distingo al sitio de inmediato por el olor, huele así: enfermedad, antisépticos... puedo hasta paladear: un sabor metálico en mi boca. Comienza la espera y no existe nada más que ese minutero pasando lento y el dolor... sí, el dolor, ese que no te deja, el que no te permite pensar con claridad, sólo quieres que te lo quiten, que lo eliminen, ¡que hagan lo que sea pero lo quiten!

Y llega el primer punto, que la entrevista, que si tienes tal o cual enfermedad, que si presentas fiebre, presión alta, etc. y te califican: emergencia (riesgo vital), urgencia (podría convertirse en emergencia), estable... sea como sea, te toca de nuevo esperar.

Supongo que por esto nos llaman "pacientes", porque simplemente no hay de otra, ir a urgencias es armarse de paciencia por uno o varios tópicos.

De ahí, la atención... je, creo que una de las cosas más horribles del mundo son esas detestables batas de hospital ¿las conocen? esas que se atan por detrás y, por más que intentes taparte, muestran tu trasero al primer descuido... y estás ahí, entre gotero de suero, toses a lo lejos, gritos de dolor más allá... pero en cuanto sientes que ese goteo constante te quita el dolor... simplemente vuelves a ser persona, puedes respirar libre, pensar en otras cosas, por fin informar a los demás. Lo peor pasó, al menos hasta la siguiente oportunidad.

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